Los intereses en la legislación

 

Nuestra arena política es un espectáculo donde las descalificaciones personales forman ya parte de lo cotidiano. El día de ayer los reproches se lanzaron contra Purificación Carpinteyro, diputada federal por el PRD, al filtrarse a los medios de comunicación una llamada privada que sostuvo con José Gutiérrez Becerril, quien hasta hace año y medio fue directivo de Telefónica México (filial de una global empresa de telecomunicaciones), en donde expresó su interés por asociarse y, a la luz de la nueva legislación que actualmente se encuentra en discusión en el Congreso de la Unión, crear una operadora móvil virtual: empresa que sin necesidad de inversión en infraestructura y/o mantenimiento, o incluso concesión como operadora de telefonía móvil, brinda el mismo servicio de telecomunicaciones de empresas como Telcel, Telefónica o Iusacell, a quienes les compran minutos/aire para dar servicio al usuario final.[1]

Si bien el evento representa una fuerte llamada de atención para discutir sobre la violación de las comunicaciones privadas de los funcionarios públicos, cuestión de sumo interés social por representar el riesgo de posibles vulneraciones a la seguridad colectiva, el debate se ha ido por otro lado. Una vez que la información se dio a conocer, se empezaron a cuestionar los motivos reales de la participación en el debate legislativo de la diputada, alcanzando acuerdo unánime por los actores políticos: que se abstenga de participar y de decidir, pues tiene conflicto de intereses. Es precisamente ello lo que me motiva a escribir las siguientes líneas, pues creo que es buen motivo para discutir acerca de los intereses en la legislación.

Además de una fecunda fuente del Derecho, la Constitución es un documento político en el que se plasman los acuerdos básicos de convivencia para la paz social: un catálogo de derechos fundamentales y las reglas esenciales para la formación del Estado y su producción normativa se configuran como las piedras angulares de lo que resulta valioso para una sociedad y, por tanto, digno de realización y protección. Siguiendo la terminología de Ferrajoli, una Constitución delimita el ámbito de lo decidible en la arena política, a través del establecimiento de un doble coto: aquello que ya no se puede decidir (los límites a la legislación) y aquello que se no se puede dejar de decidir (los vínculos a la legislación). Entendiéndole así, la tarea legislativa se puede sintetizar como la del desarrollo de los parámetros constitucionales: una concreción de los principios fundantes del ordenamiento jurídico que necesitan de especificación para su efectividad. La misión del legislador en la reglamentación de la Constitución es, por tanto, la de dar un rostro específico a los valores políticos cardinales; es la de decidir con exactitud mediante la instrumentación legislativa la forma de disolver la tensión de los valores en juego.

Con ello quiero contextualizar la actual discusión en el Congreso sobre la Ley de Telecomunicaciones, pues ella responde a la reconfiguración constitucional de los postulados básicos de la materia. En efecto, fue en junio de 2013 que se publicó en el Diario Oficial de la Federación la llamada reforma en materia de Telecomunicaciones a los artículos 6, 7, 27, 27, 73, 78, 94 y 105 de la Constitución, lo que a su vez creó la necesidad de instrumentar dichos cambios a través de la creación de un cuerpo legislativo ad hoc. Tómese como ejemplo la inclusión de la fracción II del apartado B en el artículo 6: las telecomunicaciones son servicios públicos de interés general, por lo que el Estado garantizará que sean prestados en condiciones de competencia, calidad, pluralidad, cobertura universal, interconexión, convergencia, continuidad, acceso libre y sin injerencias arbitrarias. ¡Pero cuántas maneras de poder desarrollar dichos principios! ¡Cuántas posibilidades legislativas! Al establecer el sistema de vínculos y límites a lo que se puede legislar mediante el uso de una semántica tan vaga, la arena de la política se llena de combatientes que a través de la confrontación de ideas tratarán de persuadir a los demás sobre la mejor manera de especificar el contenido normativo de la Constitución. Así, si la misión legislativa es la de resolver la tensión entre valores reconocidos constitucionalmente, en realidad la tarea es la de decidir los intereses que habrán de prevalecer y con ello dibujar la cara de lo que se considera ser la mejor opción.

¿Qué intereses habrá de tomar en cuenta el legislador a la hora de decidir su postura? ¿Se puede hablar de legitimidad de las razones a considerar para la formación del criterio normativo? La misma idea de democracia representativa apunta a su afirmación y arroja luz al respecto. En efecto, si se toma en consideración que el legislador no es sino el representante de los ciudadanos, y por lo tanto funge como una especie de mandatario de los intereses de éstos, hay al menos 3 formas de entender el ámbito de su representación:

  1. Promotor de los intereses de toda la colectividad hacia quien se dirige determinada decisión. En el caso de las Telecomunicaciones, al ser una ley federal, se trataría de tomar en cuenta los deseos de toda la población que conforma el país.
  2. Promotor de los intereses de la colectividad que representa. En este sentido, lo que se privilegiaría son los intereses del sector poblacional que se representa: en el caso de los Senadores, los de la colectividad de su Entidad Federativa, por ejemplo.
  3. Promotor de los intereses de la colectividad que lo eligió. Acotando más lo anterior, se trata de concretar del sector específico de la población que le eligió: a final de cuentas, votar por alguien es votar por un proyecto y una visión específica de configuración de las reglas de convivencia social.

¿Cuál de todos los anteriores sectores de intereses deberá prevalecer como el arma a instrumentar en la arena política? Creo que ello es una cuestión a explorar por la filosofía política, cuyos alcances sobrepasan por mucho las intenciones de esta reflexión. No obstante, me gustaría poner en relieve que todas las anteriores concepciones de la representación descansan sobre una falacia de la composición: se asume que los intereses sectoriales (con independencia de su ámbito) son unánimes y uniformes al confundir la suma de los intereses de todos y cada uno de los representados con una sola voluntad, cuando lo cierto es que en el mundo de los deseos existen tantos rostros como intereses particulares.

Y es que es precisamente el anterior problema de representatividad lo que ha dado pauta a formas de democracia participativa: no se trata únicamente de elegir a un representante y dejarle en forma exclusiva la tarea de transmitir y defender las ideas, pues la democracia es una cuestión que se construye a través de la constante deliberación de la mejor forma de realizar los intereses ciudadanos, los que las más de las veces son contrapuestos por las relaciones antagónicas sociales. En palabras de Atienza, se trata de conformar el Derecho con la fuerza de la razón, y no con la razón de la fuerza (institucional).

No obstante, en este país se vive bajo el contradictorio paradigma de que la legislación es una cuestión completamente impersonal y avalorativa, y que en la misión del legislador se encuentra terminantemente prohibido beneficiar los intereses ciudadanos, pues lo único que se debe procurar es el interés social (por más vacío y/o deforme que resulte el concepto). Se tachan de parainstitucionales cuando no de indecentes las tareas de cabildeo, perpetuando así como único criterio legítimo para la configuración de la legislación el voto del representante que respondió a una reflexión personalísima y libre de contaminación de las ideas de sus representados (sin importar inclusive que ésta sea orden partidista): no vaya a ser que le confundan y le convenzan de defender lo que ellos consideran como debido.

Esta animadversión a los intereses ciudadanos trae como consecuencia el repudio a cualquier práctica legislativa que osare a tomarlos en cuenta; los más puristas se persignan cuando de un pedazo de legislación se puede obtener un beneficio, no se diga ya un lucro pecuniario. Y es que la cruda realidad se ve magistralmente retratada por las declaraciones de Luis Alberto Villarreal, coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de diputados: “Acción Nacional no acompañará en ningún momento a ningún dictamen, ningún texto que vaya encaminado a generarle ningún beneficio a ningún particular, sea o no sea legislador.[2] Vaya.

Si la legislación de Telecomunicaciones reglamentará la apertura del mercado y los mecanismos de introducción de empresas que puedan ofertar los servicios, se ve con recelo a quienes tendrán el capital necesario para entrarle al juego mercantil y con ello probablemente obtener ganancias. Pareciera que el interés social está en indisoluble pelea con los intereses particulares. El grito en el cielo es aún mayor cuando el legislador pretende beneficiarse legítimamente de la novedosa configuración legislativa. Que Purificación Carpinteyro se vaya a la hoguera por querer entrar en el mercado de las Telecomunicaciones, cuya apertura se ordena ya a nivel constitucional. Que se abstenga de opinar y debatir, que se prive de decidir y representar. En nuestro juego legislativo, ningún interés concreto es bien visto.

La democracia deliberativa como modelo en el que las decisiones colectivas atienden al debate y confrontación entre las diversas y variadas razones que representan a los diversos componentes de las sociedades multiculturales, es decir, sumas de peculiares, únicos e irrepetibles ciudadanos con infinitas multiplicidades de proyectos y expectativas de vida, sólo tendrá cabida en la medida en que se deje atrás la idea de una voluntad uniforme y colectiva, y se empiece a procurar la convergencia de intereses en el marco de la esfera de discusión de lo constitucionalmente decidible. La arena política –y cada uno de los que la conformamos- así lo exigimos.

TW: @AaSegura

[1] Una atinada crónica de los hechos se puede encontrar en la cadena de notas que empieza aquí.

[2] La nota aquí.

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